viernes, 26 de abril de 2013

Legado

Para finalizar, una imagenes de los monumentos historicos mas bonitos de Roma.

Coliseum

Fontana di Trevi

Loba con Rómulo y Remo.

viernes, 12 de abril de 2013

Concepto de romanización y el desarrollo de esta en Hispania en sus diferentes vertientes: lengua, econimia, organizacion social y politica, organizacion familar, educacion, derecho romano, obras publicas, religion.

Romanización es el proceso de aculturación que experimentaron las diversas regiones conquistadas por Roma, por el que dichos territorios incorporaron los modos de organización político-sociales, las costumbres y las formas culturales emanadas de Roma o adoptadas por ella. En el caso correspondiente a la península Ibérica, fue de diferente intensidad según las zonas —mayor en el sur y este peninsulares— y se produjo en distintos momentos (más tardío en el oeste y norte). La Romanización de España por Roma empezó en el 218 a. C. Aníbal (cartaginés) destruyó la ciudad de Sagunto, aliada de Roma, y al frente de un poderoso ejército cruzó el río Ebro y los Pirineos y emprendió la marcha hacia Italia. Entonces los romanos planearon hacer una guerra contra los cartagineses en España. Los romanos, con una extraordinaria visión de la estrategia militar, mandaron a España un ejército bajo el mando de Cornelio Escipión. Éste desembarcó en Emporion y empezó la conquista de las tribus de Cataluña, conquista que se consiguió rápidamente después de la llegada de su hermano P. Escipión, que asentó su base militar en Tarraco, destinada a ser una de las capitales romanas de España. Cuando ya estaban ocupadas las zonas ibéricas del levante y divididas las fuerzas de los dos hermanos, en el año 212 a. C., tomó por sorpresa Cartago Nova. Después de dos victorias en Baecula e Ilipa, logró expulsar a todas las tropas cartaginesas de la Península, e hizo un pacto con la cuidad de Gades en el año 206 a. C. Después de someter algunas tribus rebeldes (ilergetas), fieles a los pactos con los cartagineses, dominó toda la zona propiamente ibérica, que ya había pasado del dominio cartaginés al de los romanos a causa de la Guerra Púnica.

    Roma aplicó a los pueblos ibéricos y al territorio ocupado el derecho de conquista, comenzando una vergonzosa etapa de sistemática expoliación que causaría, en 197 a. C., una rebelión general de todos los pueblos ibéricos, exceptuando los ilergetas, que a causa de las anteriores represiones habían perdido su espíritu de resistencia. Roma mandó a España al cónsul Marco Pocio Catón, quien, tras una durísima represión, en el transcurso de la cual fueron destruidos todos los núcleos semiurbanos y urbanos de Levante y Cataluña, dominó firmemente el territorio, que quedaría dividido en dos provincias: la Citerior y la Ulterior.

El comienzo de este proceso data del año 218 a.C., cuando las legiones romanas de Cneo Cornelio Escipión desembarcaron en Ampurias, en la costa catalana, para enfrentarse con sus enemigos cartagineses, ocupantes de las zonas costeras y de parte del interior.
    En una primera fase se procedió a la conquista militar —de la zona cartaginesa hasta el 206 a.C., de la zona interior durante el siglo II a.C. y del resto en el siglo I a.C.—, no exenta de dificultades debido al valor y ansia de independencia de los indígenas, con continuas rebeliones.
    En una segunda fase, iniciada cuando aún gran parte de lo que será Hispania no había sido conquistada, se procedió a una asimilación cultural del territorio. Esta no fue total en las últimas regiones sometidas (área cantábrica) ni siquiera en el siglo V cuando se debilitó la presencia romana presa de las invasiones bárbaras, a pesar de llevar 500 años de dominación —muchas veces más nominal que efectiva—, debido al escaso interés por controlar y poblar zonas deprimidas y marginales. Allí pervivieron estructuras gentilicias (clanes) e idiomas (por ejemplo el euskera), así como el sentimiento de identidad que permitiría su supervivencia frente a los visigodos y el islam, posibilitando el nacimiento de los futuros reinos y condados cristianos. Una de las consecuencias del prestigio de Roma y de lo romano será la aspiración a la ciudadanía, conseguida a duras penas por los indígenas a base de dinero o en premio a su fidelidad. Ello, junto a la suavización de los términos en que se acordaron las distintas rendiciones a manos de las legiones y el tiempo transcurrido desde aquellas, fueron creando un clima propicio a la aceptación de lo romano. Punta de lanza de todo esto fue la llegada de inmigrantes de origen romano e itálico, que se fueron estableciendo en ciudades (municipia civium romanurum, coloniae civium romanorum), creando así focos tanto de difusión cultural como de control político y administrativo: Itálica (Sevilla), Corduba (Córdoba), Emerita (Mérida), Barcino (Barcelona), entre otros. La política colonizadora de Julio César y de Augusto en el siglo I a.C. fue el impulso definitivo a esta labor, iniciada tímidamente dos siglos atrás con la llegada de soldados y comerciantes, suponiendo ahora no sólo el asentamiento de veteranos de las legiones —emparejados con las mujeres indígenas— sino también nuevas remesas desde la propia Italia, en busca de nuevas tierras y mejores condiciones de vida. El clima de paz y la lejanía de los frentes bélicos contribuyeron decisivamente a la mejora de la economía y, con ello, a la aceptación definitiva de Roma.

Un hito en el proceso romanizador fue la concesión por el emperador Vespasiano (69-79) del ius latii o derecho de ciudadanía latina, para todos los hispanos libres de origen indígena. Tal medida fue ampliada en el 212 por el emperador Caracalla al convertir a todos los habitantes libres del Imperio en ciudadanos romanos mediante la Constitutio Antoniniana. En Hispania, para esas fechas, casi por unanimidad, la población se ‘sentía’ romana.
Reflejo de esa uniformidad cultural creciente fue la adopción de la lengua latina en todos los ámbitos de la vida, al principio en igualdad con las lenguas prerromanas y luego, salvo excepciones en el norte peninsular, con exclusividad, si bien es verdad que se mantuvieron variantes dialectales —al igual que costumbres y tradiciones culturales—, pero que no alteraron la unidad alcanzada. A este respecto es de destacar la capacidad romana de adoptar creencias y costumbres de los pueblos conquistados, asumiéndolas como propias e integrándolas en un todo común.
    La romanización se mostró también en la penetración de la religión romana y, sobre todo, de las religiones orientales importadas por Roma —culto de Cibeles, Mitra, cristianismo— en el uso de vestimentas y ajuares; en los tipos constructivos, ya en obras públicas, ya en vivienda privada; en el uso de los nombres romanos con su praenomen, nomen y cognomen; en el uso de la moneda y métrica romanas; en la aceptación del Derecho Romano frente a las costumbres tribales; en las prácticas comerciales y asociacionistas (collegia); en la llegada de hispanos a Roma como emperadores, magistrados o literatos; o en la presencia de hispanos como legionarios desde Britania a Mesopotamia. La inserción de la Península en el mundo romano supuso una mayor apertura a los intercambios comerciales y culturales con el Mediterráneo y más allá, en una identificación con los habitantes también romanizados de Asia, África y resto de Europa. Todavía en torno al año 500 el sur peninsular se resistirá a la penetración germánica y mantendrá lazos de unión con el Imperio romano de Oriente, que posibilitarán la reconquista bizantina de la zona y su mantenimiento hasta el siglo VII, como una consecuencia de ocho siglos de historia y tradición en torno a la idea y al nombre de Roma.
 Inicialmente el territorio fue dividido en 2 provincias: España Citerior (la más cercana geográficamente a Roma, que comprendía el este y noreste peninsulares) e España Ulterior (la más alejada de la metrópoli). Durante doscientos años no se cambió, excepto en los límites geográficos, acrecentados por las conquistas (correspondiendo el centro y norte a la primera y el oeste y noroeste a la segunda). Sin embargo, Augusto en el 27 a.C. dividió la Ulterior en dos nuevas provincias Lusitania, Bética y llamó Tarraconense a la Citerior.
    El emperador Caracalla a comienzos del siglo III desgajó de la Tarraconense la provincia España Nova Citerior Antoninianafutura Gallaecia, que comprendía el noroeste peninsular. Su sucesor de principios del siglo IV, Diocleciano, creó la Cartaginense (centro y este peninsulares, más las islas Baleares) desgajada también de la Tarraconense. A fines del siglo IV las Baleares pasan a ser provincia insular llamándose Balearica. Por otro lado, el norte de África fue englobado en ese siglo como parte de España con el nombre de Mauritania Tingitana, con capital en Tingis (actual Tánger). Consecuencia de todo ello, en el siglo V España se componía de 7 provincias.
Lusitania es la antigua región que formó la provincia romana creada por el emperador Augusto en la península Ibérica el año 27 a.C., con capital en Emerita Augusta (hoy Mérida, España). Las constantes rebeliones contra el poder romano finalizaron en el 72 a.C., fecha del inicio de la definitiva romanización en la región. Su principal figura como héroe de la resistencia fue la de Viriato.
    Su nombre completo era Provincia Hispania Ulterior Lusitania y, como su nombre indica, fue, junto con la Bética, una de las dos partes en que se subdividió la antigua Hispania Ulterior. Comprendía el actual Portugal, casi toda Extremadura y parte de las actuales provincias españolas de Salamanca y Zamora, si bien el propio Augusto posteriormente incorporó el norte del Duero a la Tarraconense. Recibe su nombre de sus antiguos habitantes, los lusitanos, con los que Roma luchó durante los siglos II y I a.C. Administrada por el emperador, en el 284, como una de las cinco provincias de la diócesis de Hispania, se dividió en tres distritos o conventos jurídicos con capitales en Emerita, Scallabis (actual Santarém, Portugal) y Iulia Pax (hoy Beja, Portugal). Tuvo importantes minas de cobre en el sur.
    Fue ocupada por los alanos (411) y, posteriormente, por los suevos (439). En el 582 fue sometida por el rey visigodo Leovigildo.
  Bética es la provincia romana de la península Ibérica creada por Augusto en el 27 a.C., que toma su nombre del río Baetis (actual Guadalquivir) y cuya capital fue Hispalis, hoy Sevilla. Su nombre completo era Provincia Hispania Ulterior Baetica y estaba constituida por el centro y oeste de Andalucía, sur de Extremadura y parte de Ciudad Real, aunque el rico distrito minero de Castulo (cerca de Linares, en Jaén) pasó en el 7 a.C. a la Tarraconense. Era una de las zonas más romanizadas de Hispania y su administración correspondía al Senado, si bien a finales del Imperio la autoridad imperial se hizo preponderante. Tuvo 4 distritos con capitales en Hispalis, Gades (Cádiz), Astigi (Écija) y Corduba (Córdoba), destacando Hispalis como capital de Hispania durante el Bajo Imperio (siglos IV y V). Provincia fértil en agricultura, minería y comercio, fue lugar de asentamiento de colonos romanos desde su conquista, y en ella nacieron Trajano (y probablemente también su pupilo Adriano), Séneca, Lucano, Mela y Columela.

    Tarraconense es la provincia romana establecida por Augusto en la península Ibérica el año 27 a.C. y con capital en Tarraco (la actual Tarragona). Su nombre latino completo era Provincia Hispania Citerior Tarraconensis y sus límites se correspondían con los de la Provincia Citerior creada en el 197 a.C. (valle del Ebro, Levante y parte de la Meseta Sur) más los territorios conquistados de la zona cántabra y adyacentes. Posteriormente, Augusto incorporó Galicia, el norte de Portugal y el territorio de los astures (desde Asturias a Zamora). Era provincia imperial, sometida a la autoridad directa del emperador sin intervención del Senado, debido a la necesidad de mantener tropas para controlar los focos rebeldes del norte y a la rica producción minera. Tuvo siete distritos con capitales en Lucus, Bracara, Asturica, Clunia, Caesaraugusta, CartagoNova y Tarraco. En el Bajo Imperio (siglos IV y V) sólo incluía el valle del Ebro y el este de la zona cantábrica.


Hispania ha sido siempre considerada como el baluarte del romanismo, la provincia más romanizada de Occidente: la Bética era una pequeña Italia en Hispania.
    Se entiende por romanización el lento proceso de asimilación de la cultura, civilización y modo de vivir de los romanos por el pueblo hispano que duró seis siglos. Los factores que hicieron posible este proceso fueron los siguientes:
I. El derecho de ciudadanía que constituía la aspiración común de todos los pueblos sometidos ya que conllevaba grandes privilegios. En Hispania a partir de César que concedió a muchos municipios y finalmente en el año 212 d.C. el emperador Caracalla extendió esta prerrogativa a todos los habitantes libres del Imperio.
II. La fundación de las colonias y el régimen municipal: cada colonia era un centro de romanización, ya que estaba integrada por ciudadanos romanos que se organizaban y vivían como si estuvieran en la propia Roma y por indígenas que estaban en contacto con ellos, por lo cual el pensamiento y la civilización eran asimilados por los nativos. El municipio era una ciudad principal y libre, que tenía sus propias leyes y nombraba sus gobernantes independientemente de Roma, siendo los órganos esenciales de éste semejantes a los de Roma: las Asambleas populares, los magistrados, etc.
III. La influencia del ejército en la romanización fue decisiva: resultó ser el transmisor fundamental de la lengua latina. Los soldados reclutados entre la población hispana automáticamente adquirían el derecho de ciudadanía; así, al licenciarse, engrosaban el estamento de ciudadanos y se convertían en agentes activos de romanización.
IV. La lengua latina logró imponerse a las demás lenguas nacionales excepto al euskera que se habla en la zona norte) por medio de los funcionarios, del ejercito, de la enseñanza y del culto religioso y sobre todo a través de las relaciones comerciales ya que era la lengua universal en los países del Mediterráneo.
V. La extensa red de comunicaciones que proporcionaba el conjunto de calzadas romanas (más de 10.000 kilómetros) facilitó la comunicación entre las distintas regiones, tanto en la costa como en el interior, impulsando de esta manera el desarrollo del comercio entre todas ellas y, por tanto, la romanización.