LOS FUNERALES
El culto de los muertos era el primer culto del hogar, y de aquí que los funerales se hicieran con tanta pompa como lo permitía la fortuna de los deudos del finado.
Hecho el tocado fúnebre, el cuerpo se entregaba a los empleados de las empresas funerarias, que plantaban un ciprés delante de la casa y ponían el cadáver en una cama de respeto, en el atrio. En el entierro, el cadáver era conducido en una litera precedida de trompetas, flautas y plañideras; detrás del cuerpo iban los parientes y amigos del difunto; si éste era noble, formaban parte de la comitiva fúnebre todas las imágenes de los antepasados.
El entierro se detenía en el Foro, donde se pronunciaba la oración fúnebre del difunto. Se usaba no enterrar, sino incinerar los cuerpos, para lo cual se preparaba una hoguera, que los parientes, vueltos de espaldas, encendían con una antorcha. Recogidas las cenizas en una urna, se depositaba ésta en una tumba. Nueve días después, la familia celebraba la comida fúnebre, y, cuando tenía medios para ello, ofrecía juegos de gladiadores para aplacar los manes de la persona fallecida.
Las tumbas de los ricos se alzaban a la vera de los caminos más transitados, y en particular a lo largo de la vía Apia. Todas eran monumentos imponentes. Las de los pobres eran más sencillas, y muchos no la tenían siquiera, sino que alquilaban un sitio para colocar la urna en edificios especiales, construidos por empresarios y que se llamaban columbarios, porque la forma era semejante a la de los palomares.
Algunos monumentos de este género, formados de galerías subterráneas, se llamaron después catacumbas. Cualquiera que fuese su sepultura, el muerto enterrado según los ritos, llegaba a ser un dios y tenía derecho al culto u homenaje religioso de sus descendientes.
El culto de los muertos era el primer culto del hogar, y de aquí que los funerales se hicieran con tanta pompa como lo permitía la fortuna de los deudos del finado.
Hecho el tocado fúnebre, el cuerpo se entregaba a los empleados de las empresas funerarias, que plantaban un ciprés delante de la casa y ponían el cadáver en una cama de respeto, en el atrio. En el entierro, el cadáver era conducido en una litera precedida de trompetas, flautas y plañideras; detrás del cuerpo iban los parientes y amigos del difunto; si éste era noble, formaban parte de la comitiva fúnebre todas las imágenes de los antepasados.
El entierro se detenía en el Foro, donde se pronunciaba la oración fúnebre del difunto. Se usaba no enterrar, sino incinerar los cuerpos, para lo cual se preparaba una hoguera, que los parientes, vueltos de espaldas, encendían con una antorcha. Recogidas las cenizas en una urna, se depositaba ésta en una tumba. Nueve días después, la familia celebraba la comida fúnebre, y, cuando tenía medios para ello, ofrecía juegos de gladiadores para aplacar los manes de la persona fallecida.
Las tumbas de los ricos se alzaban a la vera de los caminos más transitados, y en particular a lo largo de la vía Apia. Todas eran monumentos imponentes. Las de los pobres eran más sencillas, y muchos no la tenían siquiera, sino que alquilaban un sitio para colocar la urna en edificios especiales, construidos por empresarios y que se llamaban columbarios, porque la forma era semejante a la de los palomares.
Algunos monumentos de este género, formados de galerías subterráneas, se llamaron después catacumbas. Cualquiera que fuese su sepultura, el muerto enterrado según los ritos, llegaba a ser un dios y tenía derecho al culto u homenaje religioso de sus descendientes.
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