El primer emperador romano, Octavio, renovó y restauró mucho de los cultos tradicionales romanos que habían caído en desuso a lo largo de la República, sobre todo en su fase final. En contrapartida, por un lado recibió un título de carácter religioso, Augusto, término que hasta entonces sólo se aplicaba a los templos consagrados según los ritos religiosos romanos; por otro lado, el propio emperador acabó siendo divinizado, de manera que, a partir de Octavio Augusto, la gran mayoría de los emperadores de los primeros siglos del imperio recibieron el título honorífico de Augusto, fueron divinizados, casi siempre en vida, fueron objeto de culto en Roma y en el imperio y en su honor se erigieron templos. Esta situación duró hasta el siglo III d. C. y dicho culto imperial tuvo un papel unitario; sin embargo, la irrupción del cristianismo y su adopción final como religión oficial del estado romano modificaron y suprimieron el culto imperial.
Con todo, el culto al emperador también tenía ciertas influencias orientales, donde pueblos como los egipcios consideraban divinos a sus faraones. En el caso de Roma, parece ser que por iniciativa de personajes influyentes en las provincias y en Italia se empezó a construir altares en honor de la diosa Roma y de su emperador Augusto, todavía en vida, muy probablemente para atraerse el favor de éste. En Roma no se deificó en vida; sólo se veneraba al genius de Augusto, pero a su muerte en el 14 d. C. se dictó un decreto senatorial por el que fue divinizado, es decir, en término más propio, se produjo la apoteosis del emperador, del divus Augustus. A partir de Augusto, la deificación del emperador se hizo en vida y sólo algunos emperadores eludieron o no recibieron la divinización en vida, como Calígula y Domiciano.
El culto a la diosa Roma y al emperador se constituyó en un vínculo poderoso entre éste y los súbditos a lo largo del imperio, de manera que en cada municipio y en cada provincia había altares y templos dedicados al emperador en el que se daba cabida también a las clases bajas e incluso a los libertos.
Entorno a estos cultos, sobre todo, bajo Augusto se instauraron juegos: los Ludi Actiaci, el 2 de Septiembre cada cuatro años para celebrar la victoria de Augusto sobre Marco Antonio en Accio; los Ludi Augustales, entre el 5 y el 12 de Octubre, a partir del año 19 a. C. para celebrar el retorno de Augusto desde Oriente; en el año 86 d. C., el emperador Domiciano instauró el Agon Capitolinus, en Junio y Julio cada cuatro años, con juegos deportivos al estilo griego y competiciones literarias y musicales.
No obstante, conviene decir que, si bien en un principio el culto imperial suscitó cierto ardor y apasionamiento entre los romanos, debido a las actitudes de ciertos emperadores al final de la dinastía Julio-Claudia, al uso de la violencia para llegar a ser emperador y al paso del tiempo, el culto imperial acabó convirtiéndose en una pieza más de la maquinaria política oficial del régimen, un símbolo de lealtad y deber hacia la figura del emperador, de manera que perdió su trascendencia original y terminó secularizándose.
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